"Lo que embellece
al desierto es que en alguna parte esconde un pozo de agua".
Monsieur
Antoine Saint-Exupéry
(Verdad-verdadera)
***
Habían pasado tan sólo un puñado de años desde la lucha
contra el francés y en las montañas de León resonaban todavía los ecos de la
Guerra de la Independencia, una guerra que terminó con las reales y absolutas
posaderas de Fernando VII sobre el trono español.
Don Saturnino Melcón volvía de la feria de Astorga, en donde
la venta de dos vacas había reportado buenos beneficios a sus menguadas arcas.
La tarde de aquella desapacible jornada de febrero se le había caído encima
mucho antes de lo que hubiera deseado. Venteó el aire, que anunciaba ya la
próxima tormenta y, aconsejado por la experiencia de sus años, decidió tomar un
rumbo diferente para regresar a su hogar. La pobreza campaba a sus anchas por
todas partes y los malhechores y bandidos caían sobre comerciantes y peregrinos
tendiéndoles emboscadas en los lugares de paso frecuente. Buen conocedor del
terreno, dirigió los pasos de su mulo
hacia un atajo que conocía, un sendero de pastores que, en línea recta
atravesaba la barrera montañosa para
caer directamente al otro lado sobre su pueblo y propiedades.
Sí. Había calculado mal don Saturnino y la noche se le
echaba ya encima cuando empezaron a caer los primeros trapos. Paciencia, pensó,
y se arrebujó aún más en la ajada manta que le acompañaba en sus itinerancias.
El mulo, con su paso monótono y cansino, parecía indiferente al fantasmal
paisaje que comenzaba a rodearle. Iría, seguramente, pensando en el calor del
pesebre cuando su instinto le hizo erguir las orejas y bufar intranquilo.
Habían alcanzado el cordal y la claridad que proporcionaba la nieve caída
permitía distinguir con meridiana claridad los pequeños conjuntos de rocas que
sobresalían a uno y otro lado de la senda.
Don Saturnino, reconfortado ya por el archiconocido entorno no estaba
preparado para la reacción de su cabalgadura cuando ésta, espantada por la
presencia de dos lobos, alzó las patas delanteras y dejó caer el pesado cuerpo
de su jinete mientras poseída del fuego interno de la supervivencia coceaba al
aire a diestro y siniestro, sin que los lobos, que se adivinaban como cuatro
puntos de luz sobre las rocas cercanas, hubieran hecho el más mínimo ademán de
acercarse.
A duras penas consiguió el viejo levantarse del duro suelo.
No tenía nada roto, pero sí magulladuras de importancia. Recogió las
pertenencias que se habían esparcido por el entorno, empuñó un par de afilados
guijarros por si aquellos hijos del demonio decidían atacarle, sujetó con
dificultad al mulo y, conduciéndolo —o más bien arrastrándolo— con firmeza, continuó
recorrido cantando a voz en pecho, mientras hacía acopio de todo su valor y rezaba a su manera para
infundirse los ánimos que le flaqueaban.
Los ladridos de los perros le dieron la bienvenida al pueblo
cuando ya, de madrugada, se aventuró por sus callejas hasta recalar en su
hogar. Fue entonces, mientras descargaba sus bultos y liberaba al animal de sus aparejos, cuando
echó mano a la bolsa en la que guardaba sus ganancias. Instintivamente supo que
faltaban algunas monedas y no le llevó más de un segundo darse cuenta de dónde
las había perdido.
No durmió bien aquellas pocas horas. Antes del amanecer
salía de nuevo rumbo al collado, deshaciendo el camino andado para buscar el
lugar exacto en el que el mulo le había echado al suelo. Lo halló sin mucha
dificultad, pero no así las monedas, por mucho que rebuscó entre urces y
escobas. Allí dejó la ganancia de la
feria y el sustento de la familia para los próximos meses.
Madame
Antoine La Fantastique
(Verdad quizás
no tan verdadera)
***
"Los mayores
secretos se esconden en los lugares más insospechados".
Roald Dahl
(Verdad Superverdadera)
***
Es sábado casi primaveral. El termómetro del coche marca, sin
embargo, 4º C cuando los dos
excursionistas se disponen a iniciar la ruta. El sol y la subida van calentando
los músculos de los caminantes mientras la nieve, todavía dura y crujiente en
las zonas de sombra, permite andar cómodamente sobre su superficie con la
consistencia justa para no hundirse ni resbalar en ella. Tras dos horas de
subida alcanzan el cordal que una pista, recientemente desbrozada, recorre de
extremo a extremo. Mientras él va reconociendo y poniendo nombre a la sucesión
de blancos picos que se divisan alrededor, ella camina pendiente del suelo, en
parte por no tropezar por enésima vez con los traicioneros tallos de urz y, en
parte, por seguir las huellas y rastros de los lobos que, como mucho, les llevarán
una ventaja de media hora. De repente,
semienterrada en el camino se dibuja una pequeña cara. Una moneda o algo que se
le parece. Sí, es una moneda. La inscripción no deja lugar a dudas: FERDIN * VII * D* G*HISP*REX*1818*J*8.
María del
Roxo
(Verdad Como
la vida misma)
***
Epílogo:
Dice Don Internet, una vez consultado, que se trata de una
moneda de 8 maravedís de 1818, acuñada en la ceca de Jubia durante el reinado
de Fernando VII. También dice el Gran Sabelotodo que su valor de mercado,
dependiendo del estado de conservación,
puede oscilar entre los 3 y los 30 euros. Otrosí dice que, en aquellos tiempos,
8 maravedís vendrían a equivaler —según quien haga el cálculo— a 120/240 euros
actuales.
Asegura María del Roxo que nunca en su vida se había
encontrado una moneda —ni siquiera de peseta—, y añade que el hecho de pensar
que un tal Saturnino Melcón—por decir algo— la hubiera perdido hace casi 200
años en las soledades de aquella sierra, le sugiere que algo debió sucederle a
su verdadero dueño. Prefiere María del Roxo pensar que no fue asaltado por
bandidos y que ya, de inventar una
historia, mejor que no termine del todo mal. Al fin y al cabo, el dinero es
sucio y vil, y la moneda refleja el careto del odiado rey Felón. Don Saturnino-
—o quien sea— que en paz descanse y gloria esté— ya está criando malvas desde
hace una eternidad, así que poco puede ya importarle quién encuentre su moneda…