Manulo Menal ya va camino de las librerías. No sólo las divertidas peripecias de su vida en Cangas del Narcea y allende los Cárpatos quedan plasmadas en el papel de la mano de la genial creatividad de Carlos Rodríguez Duque,
sino que este personaje cobra imagen gracias a las veinticinco
ilustraciones -una por capítulo, más la portada- del dibujante cangués Ernesto García del Castillo, conocido como Neto por todo asturiano y habitante de tierras aledañas.
Es realmente sorprendente la capacidad de Carlos Rodríguez Duque para
ambientar la vida de Manulo a partir de anécdotas reales acontecidas a
otros personajes de carne y hueso, combinarlas a la perfección con otras
fabricadas por él, e insertar en el sujeto una psicología tan creíble
que a todos los que hemos leído el texto nos surgen espontáneamente
varios conocidos que encajan como un guante en el perfil de este
individuo. Porque, como mínimo, en cada aldea de Cangas hay un Manulo
Menal, como también existen a docenas en localidades más pobladas, como
las de Laciana, y por supuesto, en los pueblos de Somiedo, Allande,
Belmonte, Degaña, Babia, Palacios del Sil, o incluso en Ibias y otros
concejos del occidente asturiano, aunque el vocabulario y el lenguaje
allí difieran parcialmente.
El libro rebosa de frases geniales y memorables, que los que hemos leído tendemos luego a repetir durante la vida diaria, al igual que haríamos con las de célebres humoristas o grandes personajes de la historia del cine. El autor tiene el don de saber poner la frase exacta en la boca de sus personajes, y eso, como los buenos guiones, da un enorme poder a las escenas relatadas.
El libro rebosa de frases geniales y memorables, que los que hemos leído tendemos luego a repetir durante la vida diaria, al igual que haríamos con las de célebres humoristas o grandes personajes de la historia del cine. El autor tiene el don de saber poner la frase exacta en la boca de sus personajes, y eso, como los buenos guiones, da un enorme poder a las escenas relatadas.
Manulo Menal es un hombre sin maldad, pero con una astucia pícara,
resultado de una vida dura y áspera, donde nada le fue regalado. Tiene
sus defectillos -los que tienen casi todos- pero a diferencia de la
mayoría, él no se avergüenza de ellos. A pesar de que cada capítulo es
casi una tragedia de baja intensidad, no hay desgracia capaz de
derrotarle. Manulo no sólo es un Rompetechos* visual, sino que también
lo es auditivo, y estos malentendidos, para dolor suyo y deleite del lector, le embarcan en unos líos de los que luego no hay salida posible,
más que por la puerta de atrás y con el rabo entre las patas.
Según los capítulos avanzan, Manulo se va ganando rápidamente nuestro
cariño y simpatía, pero lo más importante, Manulo deja de ser un
personaje de ficción y las hojas de papel del libro se van
metamorfoseando en la piel de un ser real, como tú y como yo. Yo sé que
Manulo ahora está por ahí, en alguna parte de nuestro mundo físico,
puede que en Larna, puede que en la villa de Cangas, siendo engañado
como un niño por alguien que realmente sí alberga maldad; puede que en
Santa Catalina, echando un vino con alguna nueva amiga; puede que hasta
en Estados Unidos, recorriendo la Ruta 66 con su sobrino y mirando con
los ojos bien abiertos a los habitantes del medio oeste mientras echan
un güisqui -sin química- y mientras se barrunta el siguiente lío; o
puede que incluso en sitios que nosotros ahora no podamos imaginar...
porque Manulo, querido Carlos, Manulo ya es real. Y es tu culpa, y ahora
has de aliviarnos de esta maldición de la que no podemos escapar,
escribiendo nuevas aventuras para saciar nuestra sed de Manulo, tan
reales como todas las anteriores, tan entrañables y tan del día a día
como las que cualquiera de su generación pueda haber vivido.
Carlos, has creado un monstruo. Pero es un monstruo encantador e inolvidable.
*Para
los que no disfrutaron de las historietas de Rompetechos creadas por
Francisco Ibáñez en los años 60 y 70, la vida de este personaje
consistía en salir de un problema y meterse en el siguiente, por culpa
de su mala visión, que siempre le hacía ver y leer lo que no era.
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