lunes, 21 de enero de 2013

Lobo

 

   
   Espero que me perdonen los amigos de Trascastro, porque he de confesar que siempre que entraba en este pueblo del valle del Naviego mi vista se perdía en la búsqueda de otro gran amigo, una bola de pelo negro llamada Lobo, que no era lobo sino perro. Por lobo podía pasar Rufo, el perro de Casa Atilano, pero Lobo no. Junto con Minuto era el dúo ladrador a la puerta de Casa Tomasón, aunque enseguida Lobo cedía el protagonismo sonoro al diminuto Minuto, para recostarse en su espacio favorito, desde el que contemplaba la vida pasar, plácidamente, desde su plácido carácter. Aunque no salía mucho del pueblo, y si lo hacía era casi siempre con Julio, Marimar, Paco o Roberto, llevaba un punzante collar de pinchos -carrancas- por aquello de protegerle de las mortales dentelladas del otro animal llamado como él, Lobo. No en vano, a un pariente común de Julio y su mujer, Rosario, en Genestoso, los lobos le habían devorado un mastín que cuidaba las vacas por allá arriba, en los límites con Laciana y Somiedo.

   Pero Lobo ya andaba mayor, habiendo venido de la casa de un médico en Madrid, donde no era feliz, para recabar en el tranquilo Trascastro, aunque no le estaba permitido el paso al interior de la casa para disfrutar del calor de la calefacción en invierno -en este caso, de la cocina de carbón- a la que sí había tenido derecho en su hogar previo. De todas formas, no creo que esto fuera un gran inconveniente para Lobo, porque los perros rurales sobreviven los 5º bajo cero del invierno al raso igual que los 35º del verano, con idéntico ropaje para sobrellevar uno y otro. No recuerdo haber visto jamás un perro de pueblo con jersey, como los urbanitas. Sí albergo recuerdos de Lobo cubierto parcialmente de copos de nieve durante el invierno, aparentemente igual de preocupado que un oso polar nadando en las aguas del Ártico.

   Los fines de semana el aspecto de Lobo mejoraba muchos enteros, gracias al cepillado que le daba la porción de la familia que residía en Villablino, y cuyo resultado era casi para certamen de belleza perruna. Al contrario que Minuto, Lobo no era mucho de acompañar a caminante ajeno a su casa por los caminos del valle, y sólo recuerdo dos ocasiones en que saliera de ronda conmigo, una de ellas a Corros, a ver a Pepe. El truhán de Lobo debía de saber que aquél era el camino que llevaba ante las dos mastinas de Pepe, que aunque de acceso restringido para él, no perdía nada intentando el cortejo. La siguiente y última caminata juntos fue a la Braña de Villar de Arbas, al pie del descomunal Cueto de Arbas, mientras preparaba la descripción para la ruta a pie que apareció en el 2º volumen de Alto Sil. 40 rutas a pie, que como explica una banda en la parte inferior, también abarca zonas limítrofes -en la cima del Cueto de Arbas está la frontera con el Alto Sil-.

   Fue la última vez que le vi. Meses después me llegó la noticia de que Lobo ya no estaba, como también hacía algún tiempo que no estaba Minuto, un perrillo que apareció de no se sabe dónde, y que decidió que Casa Tomasón era su nuevo hogar así, por las buenas. Cuando me acuerdo de Lobo me viene a la mente la terrible injusticia del corto ciclo vital de los perros. Si somos lo bastante longevos para sumar muchas décadas de vida, es inevitable que en nuestro camino hayan quedado muchos de estos excelentes amigos, nobles y que conceden su sincera amistad a fondo perdido, sin condiciones, y sin juzgarnos ni dar importancia a nuestros muchos defectos. La raza humana se vanagloria de su superioridad sobre las demás criaturas, pero salvo raras excepciones, no alcanza la "humanidad" ni el sentido de la amistad que tiene un perro.