A dos kilómetros y medio del río Sil según vuela el pájaro, en Tombrio de Abajo, nació mi abuelo. A sólo medio kilómetro en línea recta del mismo río, aunque veintiséis kilómetros aguas abajo o lo que es lo mismo, en Villalibre de la Jurisdicción, vino al mundo mi abuela. Aunque voy siendo invadido progresivamente por las canas, no tengo las suficientes como para haber conocido a mi abuelo, que murió en 1939. Tras su fallecimiento, mi padre y sus hermanos vivieron unos años en la casa de su abuelo en Tombrio, para pronto asentarse en Villalibre, donde aún reside mi tía, y donde falleció mi abuela en 1981.
Cada verano de mi juventud le dedicaba una porción de las vacaciones a la visita a Villalibre, donde el siempre ocurrente de mi primo contaba con mil y una actividades para volver intenso cualquier día, de principio a fin. En una ocasión, al pasar por cierta calle de Villalibre, se fijó mi atención en una casa tradicional de madera, oscura, vieja, y llegaría a decir que incluso espeluznante. Según mi primo, ocho años mayor y más versado en el arte de tomar el pelo, era la casa de Pedro Botero. Más tarde descubrí que ése era uno de los nombres que recibía el Maligno, por lo que -por supuesto, creyéndome que ésa era su casa- su simple recuerdo me creaba cierto desasosiego. Pero había otras casas de la misma guisa, más viejas que el mundo e igual de siniestras. Una de ellas, en la misma carretera general, era imposible de no ver, resaltando claramente sobre las demás, como un faro en un acantilado de la costa.
Por aquella época, que no sé datar con exactitud, pero que a ojo de buen cubero sería mediados los años setenta, también hice una de las primeras rutas a pie de la que tengo memoria. Me gustaría decir que fue a la mítica, despampanante, célebre, brutal o hermosísima
Peña de Valdesancho, pero los calificativos previos son sumamente exagerados, ya que el lugar seguramente sea totalmente desconocido para los que no sean de Villalibre o Priaranza, y ni siquiera se aprecia el peñasco -más bien pedrusco- en las fotografías aéreas. Intenté localizarla en la ruta a pie por el valle de Recunco -sobre el que cae la peña- que realicé para el libro
El Bierzo. 50 rutas a pie, pero como dirían en Cangas del Narcea,
no fui quién. De aquella antológica jornada -de nuevo exagero un tanto- sólo tengo fugaces imágenes de un extenso robledal -rebollar, descubrí años más tarde-, que no era otro que el
Oceo de Villalibre, de donde poco después salieron dos magníficos garrotes que mi padre aún conserva en el maletero de su coche, y que han recorrido muchas cordilleras de la península Ibérica desde entonces, siguiendo indesgastables e indestructibles; es lo que tiene la madera de roble.
Hacía más de veinticinco años que no caminaba por los alrededores de Villalibre, y en más de una ocasión intenté recordar cómo era aquel territorio en aquellos tiempos, aunque las imágenes me son ya muy nebulosas. Desde luego, más poblado, pero también más inaccesible y con carreteras de las que ya no se encuentran ni en los peores accesos de hoy en día. Ferradillo tenía todas sus casas en ruinas, como pudimos comprobar al recorrerlo bajo las enormes peñas de mármol del mismo nombre. Lo mismo le ocurría a Santa Lucía -que es el único que sigue igual- y a San Adrián, muy reconstruido ahora, igual que Ferradillo. Las Médulas no eran aún Patrimonio de la Humanidad, y se recorrían un poco a pelo. El castillo de Cornatel era una ruina colgada de un peligroso peñasco y Ponferrada daba pena verla, con los camiones de carbón atravesando el centro de la ciudad, fundiendo el asfalto en verano y creando un peligroso borde lateral al hundirse con su peso. Se aparcaba el coche frente al mismo ayuntamiento y no existía zona peatonal alguna. Eso sí, trabajo había, y en abundancia. Ahora todo está más cuidado, pero la comarca está en quiebra.
Hay quien logra que su vida sea una perfecta línea recta de principio a fin, manteniendo las mismas amistades, relaciones, aficiones, lugar de residencia, la misma vocación y la misma profesión. Otros muchos hemos ido variando, para bien o para mal, y lo que nos disgustaba ahora nos gusta y lo que nos gustaba ahora nos repele. Al menos, en algunas cosas. Aquellas casas lúgubres en las que yo no hubiera vivido por nada en el mundo, y en las que no creía capaz de vivir a nadie -salvo a Paco Fierro, un vecino que comía codo con codo con sus gatos del mismo plato- son las que ahora precisamente busqué para alegrar el alma y para fotografiar para el libro de rutas a pie por la comarca. Afortunadamente, si alguna vez pedí no volver a verlas más, no se me hizo caso, y aún quedan por centenares, especialmente en los pueblos en las faldas de los Montes Aquilianos, aunque también en algunos pueblos escondidos del Alto Boeza o de la sierra del Courel. En algunos casos, pueblos enteros ofrecen una perfecta combinación de lo más antiguo con cuidadas restauraciones de casas que ya se habían venido abajo, ofreciendo al visitante un auténtico deleite en lo arquitectónico. Como ya dije en la introducción del libro, a las fotos de sus páginas me remito para acreditarlo.
Mientras caminaba por las montañas de El Bierzo me acordaba con frecuencia de Eloy Gundín e Ivo García, por poner nombre y cara a otra generación anterior de montañeros, que exploraron la comarca extensivamente, aunque ningún libro con sus rutas llegara a las librerías. Tuve la oportunidad de ver a Eloy el día de la publicación de este libro, y comprobar que mantiene intacta su afición montañera y su ilusión por descubrir, su cordialidad, amabilidad y talante servicial.
En muchos pueblos encontré a quién preguntar, aunque fuera una o dos cosas, el nombre de éste o aquel paraje, cabaña o pico. En otros no hubo forma de toparse con ser humano alguno, por más que se intentó, por lo que la toponimia que aparece en el libro de esa zona es solamente aquella de la que tenía cierta fiabilidad. Ha sido un trabajo que abarcó dos primaveras, un verano, un otoño y dos inviernos, por lo que la variedad cromática de los paisajes que aparecen en las fotografías es completa. Además, este último invierno ha sido copiosísimo en nieves, y la primavera se presentó exultante, con agua y vegetación en gran abundancia, que han aportado una belleza excepcional a las rutas desarrolladas durante esos meses. Muchos de los mejores parajes de los que he podido disfrutar me eran desconocidos, porque hasta que no está uno a sus puertas son prácticamente invisibles. A medida que iba comprobando que esto era así, cada nueva ruta me ofrecía la expectativa y la ilusión de encontrar algún otro pequeño tesoro, como así volvió a ocurrir con frecuencia. Ha sido un trabajo largo, con casi tantas horas en coche como a pie y muchas más horas aún de ordenador. Pero al lógico deseo de acabar un proyecto se contrapuso el querer seguir encontrando rincones ocultos, aunque seguramente algún día podré volver a buscarlos.
P.D. El libro ya anda por su segunda edición. Se puede adquirir aquí:
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